10 de mayo de 2012

Pentecostés- Qué poder nos mueve¿?

Pentecostés: ¿Qué "espíritu" nos mueve?



Evangelio: Lucas 14, 15-16.23b-28

Por Juan Jáuregui

            A los hombres se les reconoce y aún se les califica por el espíritu que les anima:

            El espíritu del poder anima al político, y sin él, posiblemente se quedaría tranquilamente en su casa. Al menos, eso es lo que pensamos los que no participamos de ese espíritu y apenas comprendemos cómo un hombre soporta la carga de ese poder que, para ellos, debe tener un atractivo especial.


            El espíritu de la competición anima al deportista y por él se entrena y se esfuerza. Subir al pódium de los mejores es su gran meta y su gran recompensa.

            El espíritu del dinero y de la influencia puede animar al ejecutivo, al hombre de negocios que vive día a día y momento a momento la tensión de un trabajo a veces agotador.

El espíritu de la vanidad puede animar a una "estrella" y estar siempre de actualidad y en primera fila le compensa de los sacrificios que tenga que hacer para conseguirlo.

            E incluso, hay hombres y mujeres a los que calificamos diciendo: "no tienen espíritu". Son los apáticos, los indiferentes, aquellos a los que resulta difícil saber cuál es el impulso que los anima, porque más bien parecen "inanimados".

            Esto es así. De tal manera que, parafraseando algunos dichos al uso, al hombre se le reconoce perfectamente viendo el espíritu que le anima.

            Al cristiano, también.

            Si un hombre o una mujer:

            Eligen siempre el último lugar pudiendo estar el primero por derecho propio…

            Es amigo de la verdad y procura ser siempre sincero…

            Si no hace distinción de personas, sonriendo a los ricos y tratando despectivamente a los pobres…

            Si cumple en su trabajo con responsabilidad y se alegra de que otros colaboren… para ir pasando él o ella a un segundo plano, sin sentirse molesto…

Colabora, buscando el bien de todos y no está pendiente de elogios y felicitaciones…

            Si no duda en dar generosamente su tiempo y su dinero a los demás, para que sean un poco más felices.

            Si es capaz de dejar su casa, su porvenir y su dinero para que la entrega a los demás sea más completa y sin trabas de ningún género.

            Si ama al prójimo como a sí mismo.

            Y si todo esto lo hace por Dios: estamos ante un cristiano o una cristiana al que anima el Espíritu Santo y al que se reconoce al primer golpe de vista.

            Pero, sinceramente: ¿cuántos cristianos hay así? Quizá no muchos. Es posible que, en cuanto a espíritu cristiano se refiere, seamos legión, aquellos a los que se nos podía calificar como "hombres sin espíritu", porque el espectáculo de nuestra vida espiritual es el de una vida apática, indiferente y vulgar. Vamos arrastrando pesadamente la carga de  unos actos cultuales a los que acudimos por "obligación" (¿Vale esta misa para mañana?, es una pregunta que se suele hacer…), y después de "cumplir", apenas ya nos queda nada de "ESPÍRITU" –con mayúscula- en nuestra vida. Podría decirse que estamos en una etapa semejante a la de los apóstoles en Pentecostés: miedosos, indiferentes, sin captar la gran misión para la que Cristo les había elegido a ellos y nos ha llamado a nosotros.

            Por eso, la frase de Cristo: "Recibid el Espíritu Santo", es, o debe ser, una urgencia en  la trayectoria de nuestro cristianismo. Nos hace falta la confirmación de nuestra fe. Nos hace falta vivir del Espíritu y que su impulso imparable nos sacuda de esa modorra en la que vegetamos sin ser capaces de ofrecer al mundo el espectáculo de un hombre o una mujer o una comunidad que cree y porque cree vive de acuerdo con sus creencias. Hoy no puede ser un día más en el que celebramos ritualmente la "venida del Espíritu Santo", cantamos su himno –que es precioso- y continuamos sin más, viviendo "sin espíritu". Hoy debe ser un día pleno, trascendente, que deje huella y que nos impulse a llenar ese vacío que encontramos a nuestro alrededor y que muchos han llamado "crisis de espíritu" y que, para nosotros, es crisis de Espíritu de Cristo, es decir, de Espíritu Santo.

            La Iglesia anda hoy preocupada por muchas cosas. Las gentes abandonan la práctica religiosa. Dios parece interesar cada vez menos. Las comunidades cristianas envejecen. Todo son problemas y dificultades. ¿Qué futuro nos espera? ¿Qué será de la fe en la sociedad de mañana?

            Las reacciones son diversas. Hay quienes viven añorando con nostalgia aquellos tiempos en que la religión parecía tener respuesta segura para todo.   Bastantes han caído en el pesimismo: es inútil echar remiendos, el cristianismo se desmorona. Otros buscan soluciones drásticas: hay que recuperar las seguridades fundamentales, fortalecer la autoridad, defender la ortodoxia. Sólo una Iglesia disciplinada y fuerte podrá afrontar el futuro.

            Pero, ¿dónde está la verdadera fuerza de los creyentes? ¿De dónde puede recibir la Iglesia vigor y aliento nuevo? En las primeras comunidades cristianas se puede observar un hecho esencial: los creyentes viven de una experiencia que ellos llaman "el Espíritu" y que no es otra cosa que la comunicación interior del mismo Dios. Él es el "dador de vida". El principio vital. Sin el Espíritu, Dios se ausenta, Cristo queda lejos como un personaje del pasado, el evangelio se convierte en letra muerta, la Iglesia es pura organización. Sin el Espíritu, la esperanza es reemplazada por la charlatanería, la misión evangelizadora se reduce a propaganda, la liturgia se congela, la audacia de la fe desaparece.

            Sin el Espíritu, las puertas de la Iglesia se cierran, el horizonte del cristianismo se empequeñece, la comunión se resquebraja, el pueblo y la jerarquía se separan. Sin el Espíritu, la catequesis se hace adoctrinamiento, se produce un divorcio entre teología y espiritualidad, la vida cristiana se degrada en "moral de esclavos". Sin el espíritu, la libertad se asfixia, surge la apatía o el fanatismo, la vida se apaga.

            El mayor pecado de la Iglesia actual es la "mediocridad espiritual". Nuestro mayor problema pastoral, el olvido del Espíritu. El pretender sustituir con la organización, el trabajo, la autoridad o la estrategia lo que sólo puede nacer de la fuerza del espíritu. No basta reconocerlo. Es necesario reaccionar y abrirnos a su acción.

            Lo esencial hoy es hacer sitio al Espíritu. Sin Pentecostés no hay Iglesia. Sin Espíritu no hay evangelización. Sin la irrupción de Dios en nuestras vidas, no se crea nada nuevo, nada verdadero. Si no se deja recrear y reavivar por el Espíritu Santo de Dios, la Iglesia no podrá aportar nada esencial al anhelo del hombre de nuestros días.

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